La historia de Guadalajara está salpicada de personas ilustres: el Cardenal Mendoza, los duques del Infantado, el conde de Romanones, la condesa de la Vega del Pozo, Fernández Iparraguirre, el marqués de Santillana…cada uno de ellos con su aportación particular a la época en la que le tocó vivir, y con un legado personal que dejaron a la ciudad o a la provincia. Es difícil decidir quién de estos personajes fue el más importante de todos, y ese sería un debate en el que no me atrevería a entrar, pues la historia de nuestra tierra es demasiado rica, antigua y compleja como para hacer afirmaciones de este estilo. No obstante, y ya que hablamos de antigüedad, sí que podemos responder a la siguiente pregunta: ¿Cuál es el personaje conocido más antiguo de nuestra historia?
Para encontrar al alcarreño merecedor de tal distinción debemos retroceder al siglo IX, aproximadamente hacia el año 860. En aquel momento la ciudad de Guadalajara era una medina musulmana, creada a partir de una fortaleza original que dominaba el paso del Henares. Guadalajara, fuertemente protegida por su alcázar y sus murallas, era considerada un importante eslabón en la cadena defensiva que iba de Talavera a Medinaceli, y que protegía la llamada Marca Media, con capital en Toledo, de los ataques de los cristianos del norte. En aquellos años la ciudad estaba gobernada por nuestro personaje, llamado , quien entró en la historia gracias a un importante suceso narrado en las crónicas musulmanas.
El mapa político del siglo IX nos dibuja un poder andalusí centralizado en la figura del emir, que residía en Córdoba, y que se enfrentaba a los cristianos, divididos en varios reinos y condados. La realidad, como siempre, era algo más compleja, y la autoridad del emirato cordobés distaba de llegar a todos los rincones de al-Andalus. Con frecuencia aparecían caudillos locales que se movían entre la lealtad y la traición al poder cordobés, y que suponían un elemento desestabilizador para el emir siempre sometido a las conjuras palaciegas.
Uno de estos caudillos a los que hacemos mención, quizá el más conocido, se llamaba Musa ben Musa. Musa era descendiente de los Banu Quasi, herederos de la estirpe del conde visigodo de Tudela, Casius, que se convirtió al islam de manera conveniente cuando tuvo lugar la invasión musulmana de la península, en el siglo VIII, lo que le valió para mantener el poder local en la zona para sí y sus descendientes. A mediados del siglo IX, Musa dominaba la zona de Navarra mediante un hábil juego de alianzas tanto con musulmanes como cristianos que le permitió crear una especie de estado independiente, casi un reino, sometido solo en teoría al poder cordobés.
Sin embargo, hacia el año 860 el dominio de Musa estaba en claro declive. A su avanzada edad se sumaban varias derrotas frente a cristianos y andalusíes, que campaban a sus anchas por su territorio. Temeroso de perder definitivamente el control de la región, decidió buscar alianzas para evitar que las tropas del emir cordobés llegaran a sus dominios y le quitasen el poder. Para lograr su objetivo se fijó en Guadalajara. La ciudad del Henares era paso obligado para que las tropas cordobesas cruzaran la sierra y llegaran a sus dominios, por lo que su control era algo imprescindible para frenar cualquier ofensiva del sur.
Musa, hábil diplomático, se dirigió a Guadalajara y ofreció su amistad a nuestro personaje, Izraq ibn Muntil, que ostentaba el título de valí o gobernador. Esta amistad quedaría sellada mediante el matrimonio de éste y la hija de Musa, de quien no sabemos el nombre. El arriacense aceptó, lo que inmediatamente despertó las sospechas del emir, quien le ordenó que se dirigiera sin dilación a Córdoba a explicar los motivos de este sospechoso enlace. Ibn Muntil, consciente de que lo que había hecho podía acabar con su cabeza rodando por el suelo, explicó al emir que su alianza con Musa no se debía a que quisiera traicionarle, sino que lo que pretendía era atraer al díscolo reyezuelo de nuevo a la lealtad a Córdoba. La argumentación del arriacense debió de ser muy buena, pues tras reafirmar su lealtad al emir, Ibn Muntil pudo regresar a su puesto en Guadalajara, donde le esperaba su nueva esposa.
Pronto se dio cuenta Musa de que el alcarreño no iba a traicionar al emir, y que si le ponía a prueba se mantendría fiel a Córdoba, a pesar de haber aceptado el matrimonio con su hija. Así pues, al anciano caudillo solo le quedaba una opción: pasar a la ofensiva. Cuando nadie le esperaba, atacó por sorpresa los arrabales de la ciudad, donde sus habitantes trabajaban el campo desprotegidos, sembrando la muerte a su paso. Ibn Muntil recibió la noticia de la invasión mientras estaba en sus aposentos del alcázar junto a su nueva esposa. Al enterarse de lo que estaba pasando, la joven mostró su alegría sin ningún reparo, alabando la valentía de su familia (las crónicas de la época son así, más novelescas que históricas). Ibn Muntil, al ver la reacción de su esposa, montó en cólera, y decidido a demostrar que a él nadie le ganaba en valentía, se puso su armadura, tomó sus armas y su caballo, y al galope se dirigió contra los atacantes. Al ver la figura de su enemigo Musa, cargó contra él en singular combate. Se dice que Musa tenía en aquel momento 75 años, por lo que ibn Muntil, en plena juventud, no debió encontrar muchos problemas para vencerle. Herido por la lanza del alcarreño, Musa tuvo que huir apresuradamente de Guadalajara, muriendo días después.
Nada más sabemos de ibn Muntil, pues las crónicas, tras la muerte del caudillo Musa, guardan silencio. No obstante, podemos aventurarnos a decir dos cosas: que su defensa de la ciudad seguramente le valdría el reconocimiento del emir, aliviado por la muerte de tan molesto enemigo, y que su matrimonio, el tiempo que durase, no debió ser especialmente feliz.