Una tarde de agosto de 1995, unos skins neonazis torturaron y golpearon hasta la muerte a John Hron, un valiente activista antirracista, junto a un pintoresco lago en las inmediaciones de Kode, el pueblo donde se había criado. Hron tenía 14 años.
A principios de los noventa, la economía sueca se tambaleaba tras una crisis financiera y muchos vaivenes políticos. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, los neonazis estaban ganando terreno en Kungälv, el municipio industrial de 20.000 habitantes al que pertenece el pueblo de Kode.
Veinticuatro años después, los neonazis suecos vuelven a la carga, esta vez contra musulmanes, legitimados por el sentimiento antiinmigrante que ha permitido ciertas victorias electorales al partido radical nacionalista Demócratas de Suecia.
En marzo, el Movimiento de Resistencia Nórdica, grupo abiertamente nazi, celebró los ataques terroristas que mataron a 50 personas en dos mezquitas de Nueva Zelanda. Este primero de mayo, el grupo marchó uniformado por Kungälv, una ciudad de históricos vínculos con los nazis suecos de la Segunda Guerra Mundial.
Pero en estos veinte años Kungälv ha cambiado. Motivado por el asesinato de Hron, el municipio desarrolló una iniciativa bastante exitosa para evitar que los racistas siguieran sumando jóvenes a sus filas.
Después de la tragedia, Kungälv contrató a Christer Mattsson, un investigador y profesor de la ciudad, para dar una respuesta planificada. Mattsson afirma que el problema no se encontraba en todo Kungälv, sino en pequeñas áreas del municipio. “El odio siempre es local”, afirma el investigador.
Junto a sus coinvestigadores, Mattsson creó el Proyecto Tolerancia y lo inició en la escuela de Ytterby, donde los neonazis eran especialmente activos. “En aquel entonces teníamos un gran problema en la escuela: había muchos problemas con los neonazis en el barrio”, recuerda la directora, Therése Kraffke.
En 2001, Kraffke, Mattsson y otros maestros iniciaron talleres con un grupo heterogéneo de niñas de entre 14 y 16 años. Entre ellas, estaban incluidas las que salían con los skinheads. “El núcleo del movimiento skinhead estaba formado principalmente por chicos varones”, explica Kraffke. “Nos dimos cuenta de que, si las chicas dejaban de apoyarlos, se quedarían sin gente alrededor”.
Madeleine, que pide que no se publique su apellido, fue una de las primeras niñas en participar del proyecto. A los 14 años bebía, fumaba y se afeitaba la cabeza. Usaba las botas y chaqueta bomber de los neonazis, garabateaba el símbolo de las SS por Kungälv y salía con supremacistas blancos. “Simplemente era una cosa guay, pero estaba empezando a significar algo”, recuerda.
“Empecé a gritarle a la gente de piel oscura, a ser muy agresiva. Estar enfadada y llena de odio era visto como algo bueno en mi grupo. Mi identidad se basaba en ser la chica dura que siempre estaba enfadada. En la escuela había un clima terrible contra musulmanes, negros y judíos. La gente blanca era la gente ‘correcta’”.
Como parte del Proyecto Tolerancia, Madeleine comenzó a mezclarse con niñas de otros orígenes. Hablaban de los motivos por los que unas personas odian a otras. En los seis meses que formó parte del proyecto se encontró, por primera vez, con gente que la escuchaba y la respetaba.
“Si pienso en lo que me hubiera pasado sin esa experiencia, lo más probable es que hoy sería la novia de un nazi”, dice Madeleine, que a los 31 años ejerce como asistente de profesora. “No tenía un apoyo a mi alrededor que me permitiera salir”.
Conocido como el modelo Kungälv, sus técnicas y enfoque se han replicado en más de sesenta escuelas de Suecia para combatir el racismo entre adolescentes. En la propia ciudad de Kungälv, el programa ha servido para inmunizar a toda una generación de jóvenes contra el extremismo de derecha.
Loa Ek formó parte del Proyecto Tolerancia en 2012. Tenía 14 años y, como ella misma explica, era una niña difícil que se saltaba clases y suspendía exámenes. “Al principio me costaba estar callada, pero luego me tranquilicé: nadie me estaba juzgando” recuerda Ek, que ahora tiene 21 años. “Era un espacio seguro y me ayudó a comprenderme y a controlarme. Aprendimos lo fácil que es manipular a la gente con el tema del racismo”.
Ek sigue sin callarse pero ahora tiene otro objetivo. “Me irrita tanto la gente a la que no le gustan los inmigrantes”, afirma. “Les mando a leerse un libro”.
Según Maarten van Zalk, profesor de psicología del desarrollo en la Universidad de Osnabrück (Alemania), la clave del éxito es derribar las barreras que hay entre los distintos grupos de estudiantes. En su investigación, van Zalk ha medido el efecto que el modelo Kungälv tiene en las opiniones y en la forma de comprender el mundo de los alumnos.
“Si uno forma parte de una subcultura racista, es poco probable que se relacione con estudiantes inmigrantes”, dice. “En el Proyecto Tolerancia se incentiva mucho la participación. Esa participación es la forma de romper el círculo. Cuanto más logran romperlo, más alto es el nivel de tolerancia”.
Según un estudio de 2013 respaldado por organizaciones en defensa de la diversidad y en contra del racismo, los beneficios económicos del proyecto (por los daños a la sociedad que provocan las pandillas neonazis) multiplican por 20 la inversión requerida.
En 2018, el estudio de un investigador de la Universidad de Birmingham determinó que el proyecto había logrado “una sensación de seguridad mayor, menores niveles de vulnerabilidad y, lo más importante, un nivel de odio menor”.
Cristine Lysell, que hoy trabaja en el Ayuntamiento de Kungälv como responsable de educación secundaria superior, vio en primera persona los cambios en la escuela de Ytterby, donde daba clases durante el apogeo de los neonazis.
“El racismo empezó a desaparecer, se calmó, y los estudiantes empezaron a reaccionar cuando escuchaban a alguien expresar opiniones racistas”, explica Lysell. “Todos en la escuela defendían la integración, ahí fue cuando nos dimos cuenta por primera vez de que el trabajo duro estaba dando frutos”.
Ahora, dice Kraffke, los neonazis ya no suman nuevos adeptos en la escuela de Ytterby. “Son importantes en la zona, su líder vive cerca, pero no vienen a la escuela: saben que de nosotros no pueden conseguir nada”.
A Louise Eklund, estudiante de una escuela vecina, le conmovió tanto la experiencia del Proyecto Tolerancia que, junto a varios amigos, organizó un concierto en homenaje a John Hron 20 años después de su muerte. Participaron unas 5.000 personas. “En lugar de decir que odiábamos a los racistas, queríamos un mensaje positivo e inclusivo”, afirma Eklund, que hoy tiene 21 años. “Queríamos mostrar una sociedad donde todos puedan sentirse seguros y felices y vivir sus vidas, donde podamos entender que las personas son diferentes”.
En 2015, el éxito del proyecto llevó a la creación del Instituto Segerstedt en la Universidad de Gotemburgo, con el objetivo de desarrollar y difundir el modelo de Kungälv. El instituto enseña la metodología a profesores y trabajadores sociales para que la apliquen en sus ámbitos, adaptándola a la idiosincrasia y cultura juvenil. “Para lograrlo hace falta un conocimiento muy profundo y localizado, la comprensión de un contexto particular, ser parte del tejido social”, dice Mattsson, que ahora es el director del Segerstedt.
Cada año, más de 800 alumnos suecos pasan por el modelo Kungälv. Pero según Mattsson, no se puede caer en la complacencia de creer que el trabajo ya está hecho y el problema retrocede. “Si dejamos de hacer este trabajo, el racismo resurgirá de una forma diferente en uno, cinco o diez años. No lo podemos saber”, dice. “El racismo no es algo de lo que puedas deshacerte, es una batalla continua”.
Para Madeleine, que haya marchas neonazis como la de este primero de mayo no es lo único que demuestra la necesidad del modelo Kungälv.