La ciudad palatina de Medina Azahara, uno de los grandes tesoros patrimoniales de España, no se explicaría sin la figura de Abderramán III. Tampoco el esplendor del que gozó Al-Ándalus en el siglo X, cuando se erigió en uno de los estados más poderosos del mundo. Él fue el artífice de la unificación de todo el territorio musulmán en la Península Ibérica bajo el califato de Córdoba (929-1031), el que impulsó el florecimiento de las artes, las letras y la economía en la capital del territorio, que viviría su época de mayor esplendor durante el reinado de su hijo, Al Hakam II.
«Abderramán III es uno de los gobernantes más importantes de la Península Ibérica en la Edad Media», explica a este periódico Eduardo Manzano, uno de los mayores especialistas en el estudio de Al-Ándalus y autor, entre otros muchos libros, de La corte del califa (Crítica). Este personaje histórico se ha colado en la actualidad después de que el gobierno municipal de Cadrete (Zaragoza), a petición de un concejal de Vox, decidiese retirar un busto que le recuerda, obra del escultor Fernando Ortiz Villarroya, por ser un «símbolo que no representa al pueblo».
Ahora bien, ¿por qué había una escultura de Abderramán III en la plaza de Aragón de este pueblo? El califa omeya ordenó construir una fortaleza en 935, en lo que hoy en día es el castillo de Cadrete, para preparar el asedio a la ciudad de Zaragoza, que si bien pertenecía a territorio andalusí, estaba gobernado por la familia de los tuyibíes, que no se había sometido a las directrices del califato de Córdoba. Esa fue una de las primeras empresas bélicas exitosas comandadas por el califa en el norte de Al Ándalus. Tras someter a estas zonas rebeldes, que no querían tributar a la capital, centró sus objetivos en reinos cristianos como el de Pamplona.
Aunque a Abderramán III le acompaña la etiqueta de conquistador, Manzano señala que hay que diferenciar dos épocas de su reinado: «La primera es bastante ofensiva y termina en 939 con la derrota de Alándhega. A partir de ahí, el califa, que casi muere en esa batalla, cambia su estrategia hacia una política más defensiva y de establecimiento de relaciones diplomáticas con el norte e incluso con el Imperio bizantino».
«Desde ese momento los reyes y los condes cristianos van a visitarlo porque lo consideraban el señor de toda la península», añade José Luis Corral, autor de Abderramán III y el Califato de Córdoba. Pero lo más curioso se observa analizando el árbol genealógico del califa omeya, que había unificado todo el territorio de Al-Ándalus en el año 929, rompiendo con el califato de Bagdad, para combatir a los enemigos fatimíes del norte de África y convertirse, al mismo tiempo, en la referencia de todos los musulmanes del mundo.
«Abderramán III no tenía rasgos magrebíes: era rubio, casi pelirrojo. Su madre, su abuela, su bisabuela, etcétera, eran princesas cristianas. No tenía casi gota de sangre árabe», expone Corral. Concretamente, la abuela del califa, nacido en Córdoba en 891, fue Onneca Fortúnez, princesa vasca del reino de Pamplona y esposa de un príncipe de la dinastía omeya.
¿Y qué responder a los que esgrimen que Abderramán III era un tirano? Responde Eduardo Manzano: «Hablamos del siglo X, no hay ningún gobernante que provoque distintas reacciones. No era un monje franciscano, sino un guerrero, un batallador implacable con sus enemigos, pero como en cualquier otro sitio, o como hizo Felipe II. Tratar de juzgar a personajes de otras épocas con valores actuales es muy difícil». «Era un tirano como todos los de su época: Alfonso VI, Ramiro I…», añade Corral.
«Ignorancia supina»
Para José Luis Corral, catedrático de Historia Medieval y también autor de una trilogía de novela histórica sobre los Austrias en la primera mitad del siglo XIV (editada por Planeta), la decisión que se ha tomado en el pueblo de Cadrete es «en cierto modo, un intento de borrar la historia en función de intereses políticos. Es lo mismo que ha hecho el franquismo y demuestra una ignorancia supina de no saber quién fue Abderramán III».
Por su parte, Manzano, profesor de Investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, opina que este caso es el último ejemplo de una «dinámica bastante absurda» que «traslada a la historia las ideologías políticas del presente»: «Esto no hace nada más que convertir la historia en un campo de batalla de identidades, que desvirtúa el interés del conocimiento de la historia. En vez de concienciar sobre el pasado, nos atrincheramos. No tiene mucho sentido».