En la encrucijada del mundo nómada y sedentario, la ciudad de Djenné, en Malí, conocida por su papel crucial en la expansión del Islam en África, no carece de recursos para preservar la joya que guarda de la erosión del tiempo. Una pura joya arquitectónica que, desde 1907, se alza orgullosa en el corazón de su localidad.
Como ocurrió el domingo pasado, según un ritual ancestral inalterable, miles de habitantes se arremangan cada año, ofreciendo el espectáculo de una grandiosa movilización ciudadana para consolidar y embellecer su tesoro patrimonial: la Gran Mezquita, el edificio más imponente de barro del mundo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988.
Son miles de ellos (hombres, mujeres y niños), con el rostro cubierto de barro, trabajando en los andamios, sudando en un impresionante despliegue de trabajadores que se turnan incansablemente para completar su trabajo: remodelar con sus manos la fachada de este notable monumento histórico. Un monumento como ningún otro, considerado el mayor logro del estilo sudano-saheliano en África occidental.
En Djenné, cuando llega el momento de proteger la majestuosa Mezquita de Barro de los caprichos del cielo y de otros estragos del tiempo, de las lluvias torrenciales o de las grietas nacidas del calor sofocante, y de darle un toque de brillo la movilización de los residentes es inmediata y tan espectacular como siempre.
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